“No puedo detener la lluvia y no puedo detener la nieve”. La frase la pronunció la presidenta de la región en declaraciones a la prensa, su tono era desafiante, y mantuvo la afilada mirada en el periodista que había osado señalar el enésimo defecto en la gestión de la crisis. No hubo más preguntas, los comentaristas comenzaron a elogiar las decisiones del gobierno de la región con argumentos falsos y manipulados, como era habitual.
Apagó la televisión. El gato levantó las orejas, bostezó y volvió a darle la espalda, estaba molesto desde que, dos días atrás, el edificio se había quedado sin calefacción. La culpaba a ella y el castigo era su indiferencia. Estuvo a punto de repetir en voz alta la frase de la presidenta, pero se contuvo.
Resopló sonoramente, estaba harta de la situación, llevaba una semana encerrada en su casa, y por sus ventanas solo podía ver la nieve caer contra el edificio de en frente, era una interferencia constante sobre los cuadritos iluminados de otros apartamentos. Se sentía encerrada. Necesitaba respirar, pero a aquella altura las ventanas no podían abrirse de par en par, era una cuestión de seguridad, y sólo de aquella manera, sacando la cabeza completamente y mirando hacia arriba, podría haber atisbado un trocito de cielo.
Cogió el abrigo y salió del apartamento. Al recorrer el pasillo del edificio pudo escuchar los sonidos del encierro desde detrás de cada puerta: la televisión, la radio, música, gritos, niños chillando, algún microondas completando su ciclo. Al llegar al ascensor sintió cierta excitación por hacer algo indebido. Las autoridades recomendaban quedarse en casa, y las temperaturas, el viento y la nieve tampoco invitaban a salir.
Las luces del gran vestíbulo estaban apagadas, tuvo la impresión de encontrarse dentro de una pecera, encerrada pero protegida. Salió y el frio le hirió las mejillas. Alguien (ignoraba quien) había despejado la entrada. No había coches circulando, y los estacionados estaban sepultados bajo un espeso manto, tampoco vio ninguna persona. Nadie se había aventurado a hacer lo mismo que ella, pero no lo entendía, porque sabía muy bien que en esa ciudad el suyo no era el único apartamento donde no se podía ver el cielo, en su propio edificio eran decenas. ¿Cómo lo aguantaban ellos?
Caminó lentamente hacia el parque más cercano, las aceras estaban cubiertas por varios centímetros de nieve y era difícil avanzar. La luz de las farolas se reflejaba sobre la ciudad pintada de blanco. Entre los altos edificios se sintió como la única superviviente a un fin del mundo cualquiera. Aquí y allá podía distinguir a la gente en sus casas, nadie miraba hacia fuera. Se sintió bien, libre, invisible, con las manos enguantadas en los bolsillos, caminando entre aquellas calles amuralladas que le parecían un laberinto del que escapar. De algún modo había encontrado la salida porque allí arriba, entre las nubes, por un breve momento asomó una gran luna sólo para ella.

