Las cerezas

¡Muérdeme! deseo gritarte ¡Muérdeme! porque no me muerdes, porque siempre te quedas mirándome con esa cara de bobo, y me hablas de tus viajes, y me hablas de aquella noche en la playa como si yo hubiera estado contigo, pero no era yo, no nos bañamos juntos ni cantamos borrachos, pero te gusta tanto recordar aquella noche de tus quince años, que yo sólo te miro cuando vuelves a traer esa memoria con nosotros.

¿Quieres saber dónde estaba yo entonces? En el bosque, en el cementerio, en un bosque de estelas de hierro que debía convierte en mi futuro. Yo era calladita, buena, pero dentro era y soy todo espinas. La abuela solía mirarme achicando los ojos, y yo los rehuía, porque ella sabía, lo sentía en su carne, éramos iguales. “Las de las cerezas del cementerio”, decía. Yo no la entendía, pero luego descubrí aquella novelita y lo entendí. No es simplemente el cuento de la fruta prohibida y bla bla bla, lo que a mí me representa es ese algo animal, salvaje, que nos da el valor de comer las cerezas nacidas en tierra consagrada, nutridas por cadáveres de muchas generaciones. Ex mortis ad vitam. ¿Sabes? De la muerte hacia la vida. ¿Por qué debería esconderme en el bosque con las brujas? No ¡No!

Estoy aquí, pidiéndote mudamente que me muerdas, porque soy dulce, aunque te asuste, porque valdrá la pena, aunque se te claven algunas agujas en la boca. Prometo lavarte las heridas, acariciarte cuando estemos tranquilos en la cama, con sabor de azúcar en la punta de los dedos, agotados por la carrera.

¡Muérdeme!

Las Cerezas, Séraphine de Senlis

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