Miércoles fragmentado: Pequeño vals vienés, Federico García Lorca

«En Viena hay cuatro espejos
donde juegan tu boca y los ecos.
Hay una muerte para piano
que pinta de azul a los muchachos.
Hay mendigos por los tejados.
Hay frescas guirnaldas de llanto.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals que se muere en mis brazos.»

Se ha perdido en un viaje de campos y ventanas, cerca del agua. A veces habla con sus amigos para evitar el silencio de su cabeza, la inquietud. Si Federico le hubiera escrito, habría un broche de metal en su boca, afilado como un cuchillo, para cuando la lengua se suelte en palabras de amor o suspiros de tristeza. Quizá los besos que le posen sobre los labios le sepan a metal.
No tiene sentido imaginarle por las calles, mirando hacia arriba las cúpulas y las cornisas de los palacios, pero allí sigue, sonriendo ante el frío, buscando otras miradas como quien necesita excusas para proseguir el paseo. Hay poco consuelo hoy en los hombres y él, como todos, guarda muy dentro los pedazos de cristal, se guarda de su filo mientras sigue danzando en su particular vals sin ritmo.
La música no suena en sus oídos, pero está ahí, a su alrededor, siente las hondas lejanas, atraerle hacia el epicentro, por eso salta de calle en calle, tropezando con los espejos. Federico debe tenderle sus brazos aquí y allá, él se deja caer, se besan un momento y el metal pica salado otra vez.
En Viena las estatuas se giran a su paso, le espían con curiosidad para saber su camino, pero él no se deja seguir y las confunde errando de una a otra, sin parar nunca. Quizá no está perdido, cerca del parlamento Atenea lo comprende, puede que el chico sólo busque otro color distinto.

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