Amarillo

En ocasiones destilamos una sustancia acre, amarga, amarilla. ¿Es el miedo? Hay una relación interesante entre la historia de ese color y la verdad, pero para descubrirla habría que pensar en esa verdad y encontrarla, diferenciarla, entenderla… ¿es eso posible? ¿No es una simple ilusión? ¿Un poema enorme sobre la ruta? América está llena de esos poemas que persiguen a Eliot como perros y que ladran a ese viejo “Whitman” barbudo y con los ojos perdidos. Es una manada, una jauría que cambió el oxígeno por el humo de la marihuana y el pan por la preciada mescalina. Uno se pregunta dónde quedó la sangre verde de Europa, pero aquí parece no tener cabida y se cita más esa extraña África que la vejez y la pureza pútrida de la matriarca. No, no es dar el paso más allá para encontrarnos con la verdad, eso sencillamente es agotador.

Por eso cuando la noche cae débil sobre nosotros, mientras paseamos con el cigarrillo en la boca en una especie de homenaje cobrizo, nos damos cuenta de nuestra herencia. La sonrisa aparece sin que la tengamos que forzar, es un gesto de rabia, de rebeldía que se apodera de nuestros músculos y recorre todos los tendones conscientes de la juventud, del deseo y de la necesidad de saber. Si somos fuertes tiraremos la colilla, el cigarro entero, esa preciada mota de suciedad que aspiramos con lujuria, y lo aplastaremos contra la carretera odiando a Eliot y al viejo hombre blanco. No servirá de nada, lo sabemos, pero hemos tenido la necesidad y la preferimos porque es menos brusca que estrellar un vaso lleno de whisky en el bar. La destrucción nos calma un instante y el cigarro esparcido es el que nos da un momento de libertad, de verdadera respiración. El gesto es una pregunta: ¿quién soy? Cuando exhalamos el aire envenenado la respuesta aparece. ¿Aparece?

Es verano, el sol llena de un oro mortal la pesada meseta, moribunda y lenta por la falta de brisa. El calor niega la lluvia, América se soslaya en la búsqueda de sí misma. Los jóvenes de sudor frío le preguntan al polvo por su destino; a veces obtienen respuesta. Todo es amarillo: la fiebre de los ancianos curtidos que nunca supieron sumar, lo que encallece a los jinetes mientras levantan la polvareda en el interior del país, la luz de los ascensores cuando termina el día un hombre encorbatado, y la orina que nace en las calzadas como una sierpe olorosa, enroscándose en las farolas.

Al final todo se reduce a lo mismo. Se busca el olvido de los nombres que nos hicieron aprender en la escuela, necesitamos de la nueva experiencia, de la otra persona que nos han anunciado que saciará nuestra sed de calor. Es por ello que más tarde o más temprano llegamos a las preguntas incómodas acerca de aquello que no se ha cumplido en nuestra vida, pero que nos habían prometido que tendríamos. No encontraremos a nadie que nos dé una respuesta adecuada, todas las hallaremos insuficientes. Entonces golpearemos el pecho de otros, lanzaremos acusaciones y finalmente nos recogeremos contra nosotros mismos hasta encontrarnos desnudos y hechos un ovillo sobre la cama. Quizá alguien saque una foto.

Ese miedo nos empuja fuera del tablero, nos provoca para que tomemos las fotografías en sepia, para que busquemos el efecto de luz que capte exactamente la manera en que nos sentimos. La realidad es que no sabemos expresarnos y damos la batalla por perdida. Buscamos la distracción; otros buscan la huida pero son más infelices aún. Seguimos caminando bajo luces doradas, sobre hierba rubia por la que arrastramos los pies. Caminamos juntos; el sonido de nuestros pasos lo corean con un bastón que mide cada palabra innecesaria, cada término esencial.

Hoy el horizonte se ha quemado mientras lo mirábamos sin saber qué había más allá.

 

 

 

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