Rojo

Esta es la prueba, este cuadro ante mí está lleno de fuerza, de palabras, de historia y también de religión. Uno podría pensar que un lienzo colosal producirá ante el espectador una impresión mucho mayor. Rothko lo sabía, él deseaba abrazar al espectador, engullirlo en ese vientre tenebroso de reflexión. Sin embargo mi cuadro es pequeño, una tela que podría ser adquirida por cualquiera para colgar en cualquier casa. Su tamaño es ideal para ese movimiento, ese intercambio de mundos que provocamos las personas en cada mudanza. Sí, el formato importa, igual que importa lo representado y la forma de hacerlo. Mi cuadro es una caída, el movimiento llevado al exceso, una titanomaquia donde Cronos ya ha sido vencido; es Cristo porque ha de estar ahí, en el color azul y blanco del cielo, en la iluminación más allá de la primera impresión. Sí, la tríada está representada y sin embargo son sólo color. El resto es violencia, rojos, negros y desnudez. La crueldad nos recuerda a Apolo, ese dios de belleza tan terrible como su ánimo. Él es el dios del sadismo y nosotros, espectadores mortales y humildes, hemos de preguntarnos cómo hemos de escapar de su influjo, cómo si somos herederos directos de él, si ante la caída, ante el cuadro, nos plantamos con la sonrisa torcida, cínica, o el gesto indiferente de un Commendatore resucitado. Hemos de elegir una de las dos vía, la que derroca a Dios, la de Don Juan, o la otra, la que lo venera, la que se declara heredero y continuador.

Ese es nuestro mundo y todo por un cuadro, un cuadro de caída donde leemos el bien, donde leemos el mal y donde se nos habla del mito, de la imagen, del hombre, de la mortalidad, de la lucha y de la derrota. Sí, porque esa desnudez de eternidad, a la vez tan expuesta, es una imagen de futuro, una promesa y una amenaza desde Dios, desde el commendatore que retorna para hablarnos del futuro, para condenarnos en caso de que seamos tan osados como para dar la espalda al Padre. No podemos matar a la divinidad pero podemos intentarlo y esa es la lucha que se representa, la consecuencia de la batalla, la inevitable derrota: fracasarás -dice Dios. ¿Cómo no temblar?

Es un pequeño cuadro lleno de ángeles fulminados por la mano izquierda de Dios. ¿Quién lo colgaría en su casa? Acaso el dormitorio sería un buen lugar, repitiendo el hábito del rey oscuro de España. Es sabido que Felipe amanecía en la soledad de su cama y que lo primero que veía ante la luz del amanecer era el tríptico de El Bosco. Felipe pensaba en el pecado, en Dios, en la mortalidad. Amanecía con ese pensamiento mítico porque debía dirigir un país, firmar decisiones prosaicas, vivir de, en, para y por la tierra y la sangre. Por eso el cuadro estaba en su cuarto, para recordar que había trascendencia, que más allá de las manchas de tinta en los puños de su camisa habría un Dios, o al menos una creencia, quizá sus ojos buscasen la gracia.

De repente la idea de un traslado del cuadro parece impensable. Pensamos en los museos como una suerte de templos modernos donde se adoran ciertas obras, ciertos autores. Sobre el altar está el arte mismo, lo que el arte significa. Allí está bien el cuadro, encerrado, dispuesto sobre el muro blanco y disponible a la mirada de cualquier paseante que desee, pueda y se atreva a colocarse delante de la pequeña caída, que es enorme. Resguardar la tela en la casa, en el dormitorio, es monstruoso, un acto de sadismo para con nosotros mismos. No, yo no podría mantenerlo mucho tiempo bajo mi mismo techo, su color, el sanguíneo rojo, terminaría por volverme loco, por desatar lo más primitivo que hay en mí, por convocar a la lucha.

Ya es demasiado para mí, me aparto, salgo de la sala y me siento ante un lienzo muy diferente que no me molesto en escudriñar, en vez de eso observo la gente vagar de un lado a otro mientras el rojo desaparece poco a poco de mi retina, como una impresión de color que se deshace ante el mundo real, la tierra de Felipe.

 

 

 

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