La mejor parte

La niebla aparece en el horizonte al amanecer, igual que la polvareda levantada por un ejercito. Las nubes se acercan como los heraldos del día, de la sombra que traerán más tarde. La mujer no tiene nada que decir en este espectáculo. Vuelve los ojos y todo lo vivido se fija en su mirada.

Sube sin prisa las imponentes escaleras que llevan al primer piso de su casa. Se accede desde allí al interior. Pasea por el porche lleno de columnas, observa el jardín. Hay una gran fuente en la que siempre quiso bañarse. Tiene treinta años, nació en esa misma casa, pero aún no lo ha hecho. Estuvo cerca el día que se subió la falda y metió los pies en el agua.

El interior no tiene ya muebles, entre las paredes con columnas y adornos tallados no hay nada. Todavía cuelgan lámparas de araña, es todo. Hace unos minutos ha recorrido por última vez los salones, las habitaciones y los pasillos. Sus tacones resonaban y le recordaron a los pasos de su madre cuando ella era pequeña.

Evoca su vida entre los floreros de cristal y las faldas negras de las criadas, los libros intocables de la biblioteca y las visitas de altos dignatarios, siempre sonrientes al verla tan pequeña en una casa tan grande. Recuerda la soledad de su padre, su obsesión por los enigmas, sus tardes al piano entre lágrimas. Recuerda el día que se fue, el cadáver escondido en la caja negra. Aquella madera la tiene bien grabada en su memoria, el tacto encerado, el sencillo tallado de flores esquemáticas, como cuentas encajadas en la superficie. Lloró mucho, igual que su madre, el resto de personajes eran fantasmas vestidos de luto que les observaban sin comprender nada.

Aparece Antonio, saca su pitillera y le ofrece un cigarrillo. Ella acepta, no le mira, no intercambian palabra. Fuman los dos mirando el jardín. Al final él toca el brazo de ella en una caricia fría. Esa es la despedida, baja las escaleras que su hermana ha subido antes. Desaparece en busca del coche.

El silencio reina en el jardín, ella expulsa el humo y estrella el cigarrillo contra el suelo. Ya no debe respeto a las piedras. Observa las ventanas y sigue a Antonio, pero no va hacia el coche, cruza el jardín y se queda ante el final, al borde mismo del abismo, frente al mar.

Está apoyada en la barandilla y se sorprende cautivada por el horizonte. No tiene a donde ir, no le espera nadie. Se para a pensar que podría lanzarse, si la marea arrastrase su cuerpo nunca sabrían qué fue de ella. Antonio pensaría que huyó, se lo diría a la policía, todos la tomarían como una rica excéntrica, harta de su modo de vida. Lo está.

Ha nevado mucho ese año, los setos parecen marchitos, cansados por el peso de la nieve, helados hasta en su raíz. La casa, apagada, desde aquella distancia parece un viejo recuerdo, una fotografía en blanco y negro. El tilo, cuyas ramas adornaba su hermano y su padre el día antes de nochebuena, ha cedido como un viejo ante la pesada carga de los años. El jardinero murió hace unos meses, era el último actor del pasado y fue su muerte la que animó a Antonio a poner en venta la casa. Ella no dijo nada.

Camina con pesar de vuelta a la entrada igual que si caminase entre tumbas. Se fija en el césped que no ha sobrevivido bien al abandono y las heladas. Se pregunta si algún día podrá llorar esa casa que hoy abandona definitivamente, si sus ojos que parecen de cristal echarán la vista atrás con lo vivido en su pupila quieta. ¿Se arrepentirá? ¿Llegará a creer que esa era la mejor parte de ellos mismos?

Las piedras se hielan, las estrellas desaparecen completamente, desterradas por el color. La bruma hace su entrada, se apodera del mundo despacio, de la casa. La mujer ya se ha ido, todo es silencio. Igual de despacio la bruma desaparece. Llegan las nubes y arrojan su sombra sobre la casa, proyectando extrañas figuras hacia el suelo vacío de las habitaciones.

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