Vencido, perdido, soñado

Nada dirás, nada verás porque vagas en medio de un desierto igual, desierto de materia electa, porque puedes elegir, puedes pensar qué prefieres en tu pequeño mundo-infierno. Pero al final prefieres la arena porque la metáfora es rápida, porque son granos ínfimos creando una masa informe, yerma como tu vientre. No, nada puede crecer en ti. Eres una fuente seca que no ve, que camina, se agota, se deja tragar por las dunas una y otra vez. Al final te acosan esas grandes aves negras y azules con el pico como fauces y las garras como de acero y tú caes, agotado, vencido como sólo los muertos son vencidos, vendida tu libertad al otro, subyugado a la voluntad contraria que ahora te parece mejor que la propia. Aceptas porque has perdido, porque la batalla te ha dejado hueco, obsoleto. Firmarías cualquier cosa que el diablo te presentase. Y tú, porque eres débil cuando él es fuerte, firmas que sí, que eres suyo o más aún, firmas que eres él y cuando estás terminando te crees perfectamente aquello que has escrito.

Pero no llega la paz. Apenas el mundo vuelve a ser, tú te encuentras relegado a las losas de un sótano y se alzan a tu alrededor las formas monstruosas de un coro con capuchas rojas. Son jueces todos ellos y uno lleva la balanza igual que otro porta la espada. Son armas como el libro en el que un tercero escribe. Hay un último te mira con ojos brillantes bajo la sangre de su tela. Te mira y tú gritas que no, porque ellos los envía él y lo sabes. Te acorralan, te señalan, se vuelven enormes sobre ti y gritas como si estuvieras en una pesadilla, porque estás en ella. Te encuentras contra las puertas de la justicia y por más que pides permiso, nunca te dejan pasar.

Empieza a pesarte la incoherencia, despiertas de un sueño pesado que no recuerdas haber comenzado, estás empapado y lloras un poco. Gimoteando por lo patético, por lo real de ese momento en el que entiendes que todo ha sido un sueño ¿Pero lo ha sido?

De repente te arrancas la ropa y la lanzas al suelo, te quedas desnudo en medio de la habitación, rodeado por cerámica limpia hasta en su molécula más pequeña y te revuelves el pelo, coges aire y te miras al espejo. Entonces rescatas un trozo de papel perfectamente doblado y lees lo allí escrito con voz grave, autoritaria, como si realmente fueras un brujo proclamando su hechizo:

“Nosotros somos los salvajes, los hijos de la ira. Somos los hombres que han comido de las manzanas de oro y se han acostado con las yeguas vírgenes en los campos donde Áres practicó con su lanza.

Nosotros vagamos bajo la mirada de un padre divino, a nosotros nos acoge la madre celosa y no somos sus hijos. ¿Cuándo llegará el momento? ¿Dónde estarás tú cuando prenda la yesca y arda el campo y las páginas, cuando la espada caiga abrasada y la balanza se incline mientras se derrite el bronce con el que está fabricada? No estarás, porque antes vagaremos entre los enormes huesos de una civilización perdida, entre el olvido de nosotros mismos sobre calles de cristal. Terminaremos paseando sumidos en la creencia bajo el mismo cielo hasta que saldemos la cuenta que todos hemos de saldar.”

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