«Clap»

Los pasos suenan “clap clap clap” sobre las aceras mojadas. Sara lo sabe, lo comprueba todos los día en que llueve y baja por la larga calle de siempre esquivando todo cuanto le dificulta el paso, siguiendo ese curioso baile de las personas que tienen prisa por llegar a algún lugar. Sara llega tarde al trabajo, no exactamente tarde, llega justo a tiempo, pero para conseguir ese momento exacto el ritmo acelerado es lo mejor, es la manera más eficaz y en la que pierde menos el tiempo. Sara nunca se para a observar la calle, la mayoría del tiempo va pegada al móvil, aprovecha ese espacio de tiempo acelerado en organizar su comida con alguna amiga o con el hombre de turno. Hoy toca mamá porque ha venido a la ciudad con unas amigas y quiere comer con su querida hija única, Sara está contenta, esquiva una cagada perruna con tanta gracia que se diría que acaba de esquivar un montón de brillantes. La puerilidad del mundo no le afecta, ella está magnifica con su vestido bien ceñido, su melena enlacada y sus kilos de más, que ha ganado junto con una imagen personal de feminista rancia.

“Clap, clap clap” casi es música, una considerada poesía de los días de lluvia en que baja hacia su trabajo. En realidad le molesta porque no va para nada con el “tic tac” de su reloj Calvin Klein. Ella es práctica, la lírica le sobrepasa, nunca se ha sentido identificada con ella. Le gustan únicamente los versos que puede comprender, que utilizan las gastadas metáforas de amor, rosas, aves y colores de la gama cálida; igualmente Velázquez le parece lo más de lo más en pintura y no entiende las corrientes modernas a las que denomina basura con la seguridad de un catedrático.

-Sí mamá… exacto es ahí, te vas acostumbrado a la ciudad veo… ¡Mama! Pues bien qué quieres… ya sabes… oh no, es muy cool… claro que sí. Oh y te tengo que contar lo de Juan Luis, es muy fuerte, muy muy fuerte… Sí, mujer… Juan Luis, el ingeniero… el hijo de la del 34 ¿Sabes ya quién te digo? Ese… sí mamá, perfecto. Te dejo, ya he llegado. Te llamo a la una, un besito mami. Mua mua. -Sara se detiene ante las puertas de cristal, guarda el móvil en su bolso y se quita las gafas de channel con el gesto de un anuncio televisivo. Luego sus tacones dejan el exasperante “clap” que le ha ido acompañando todo el viaje y producen un nuevo sonido, más frío, más impersonal y a su gusto, ese que le confiere el mármol bien limpio por trabajadores que cobran la mitad de lo que ella ingresa cada mes.

Durante esa conversación Sara se ha cruzado con un panadero que la ha dejado el paso aunque estaba cargado con cajas, con una abuelita que paseaba al perro y que es su vecina del cuarto, vecina que se ha cruzado ya decenas de veces y que jamás saluda porque a Sara le repugna todo animal. También se cruzó con un ciego que vendía lotería y con una madre cargada con todos los enseres de sus niños y que les llevaba al colegio casi arrastrándolos. Sin embargo nada podría ella decir de todas esas personas con las que se ha cruzado, ni tampoco de los establecimiento ante los que ha pasado, nada.

Cuando la mujer entra en el ascensor se encuentra con el “guapo” de marketing, un cuarentón de raya al medio y traje impoluto, pero impoluto en ese sentido que todo el mundo cree y, por tanto, bastante común. En realidad sólo dos hombres visten bien de los trescientos que aquel edificio tiene en plantilla, pero casi nadie es capaz de apreciarlo. El “guapo” se sabe atractivo, de hecho se lo cree y su chulería no ha cambiado desde los dieciséis años. Está casado, tiene dos hijos pequeños, lleva engañando a su mujer cuatro años esporádicamente, siempre con mujeres del trabajo, sobra decir que le encanta y no sienten ningún remordimiento. A Sara se la folló en las navidades pasadas, un polvo magnífico (piensa él) que se dio en un hotelucho de Barcelona cuando enviaron a varios de la plantilla allí para un asunto en la filial de la empresa. Sara jadeó como una actriz porno y también estaría dispuesta a asentir que fue un polvo magnífico. En realidad fueron ocho minutos en los que él le comió las tetas, le desgarró las bragas y se la folló en la misma posición hasta su eyaculación. Punto final, por supuesto. En el ascensor, sin embargo, ella se coloca junto a él con una sonrisilla pícara y él le soba el culo un rato sin que la mujer ponga resistencia.

Se abre el piso de él y desaparece con un guiño descarado, Sara se queda sola en el ascensor, llega su planta, su jefe la espera en su despacho. Tiene sesenta años, es calvo, gafas gruesas, corbata monocroma y camisa de color con el cuello y los puños blancos. Es uno de los dos hombres que sí visten bien en esa empresa. Sara piensa que está ahí para consultar los últimos balances, él la mira largamente mientras ella se sienta, suelta una risilla y comienza a hablar de naderías. Se mantiene callado hasta que Sara enmudece, luego observa la cara demasiado rellena de esa mujer.
-Estás despedida, Sara. -dice muy serio.

De repente el mundo se hunde para la mujer, se levanta y se vuelve a sentar, boquea con una cara de auténtica imbécil y luego mira al hombre, recobra su orgullo, se indigna, se cree insultada sin razón:
-¿Por qué? -pregunta.

-Lo siento, Sara, pero no das la talla. Llevas dos años en este puesto y tu productividad no ha dejado de ser mediocre… Verás, pareces bien dispuesta pero no te fijas, estás ahí y te quedas con lo que está a tu alcance pero no ves más allá… Tuvimos esta conversación hace dos meses, era un aviso. Lo siento Sara, te ofrecería tu antiguo puesto pero está ocupado por otra persona, tienes que comprenderlo… Gracias por estos años con nosotros.

Evidentemente Sara se pone a insultar, indignada, es lo que va bien con su personalidad, el jefe lo escucha todo con cierto estoicismo, se lo estaba esperando pero todo eso a él le da igual. Cuando hace una pausa larga y le observa con ojos de animal carroñero, él le desea suerte y se va.

Sara baja a la calle media hora más tarde, digna, rehecho el maquillaje que ha destrozado con lloros y manotazos. Camina por la calle y el “clap, clap, clap” la enerva. El “guapo” está en la entrada con otro tipo, le guiña un ojo y susurra algo a su compañero, parece que hablan sobre ella, los dos hombre ríen; Sara les supera más indignada si cabe y comienza la ascensión por la calle a toda velocidad, ansiosa por llegar a su casa y llorar y gimotear, llamar a su madre y luego a su padre. Tan despistada está que mete el tacón en un agujero y tropieza, cae cuan larga es sobre el asfalto, por suerte es capaz de colocar sus manos para amortiguar la caída. Cuando se levanta comprueba que el tacón está roto, tiene el tobillo dolorido y la mano derecha llena de la mierda que antes con tanta elegancia esquivó.

Grita atrayendo toda la atención pero al final se levanta, lloriqueando, llena de asco, con el peinado deshecho y se queda quieta por primera vez en aquella calle, estupefacta ante el reflejo que de sí misma le devuelve el cristal de un escaparate. Por primera vez en su vida Sara se da cuenta de lo patética que es.

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