Jorge y el dragón

Observó en el espejo su reflejo acerado. Estaba serio, sabía perfectamente las posibles consecuencias de aquella ultima aventura. Se colocó el yelmo para proteger su cabeza y avanzó con los chirríos propios de los caballeros armados. Cruzó el pueblo con el viento agitando su capa, nadie salió a despedirle con fiestas o lágrimas, pasó por plazas y calles siendo observado por los aldeanos con curiosidad, con reverencia, con miedo y con piedad.
-Fracasará –había murmurado el conde al ver pasar al caballero frente al palacio.

Su segundo lo miró con una mezcla de miedo y lástima.
-¿No hay nada que podamos hacer?

El conde negó con lentitud:
-¿Qué nombre tendrá el caballero en su tumba?
-Dicen que se llama Jorge, George, o algo así.

El noble volvió a negar mientras veía como el valiente se subía a su caballo de guerra y se ponía en marcha hacia el monte.
-Ya van diecisiete… –dijo sombrío.

El caballero dejó pronto el pueblo y las conversaciones que el conde mantenía con su chambelán. Nadie creía en él, aunque había llegado allí por su propio pie, sin esperar nada más que la gloria. Pero la gloria es algo muy difícil de definir y tanto más de conseguir. La empresa no sólo era arriesgada, era imposible.

Sumido en sus amargos pensamientos cruzó la vaguada, salvó el río y dejó a un lado el camino, internándose en los pastos que cruzaban el monte y se dirigían a la montaña. En la tarde divisó las ruinas de un antiguo castillo, ruinoso recuerdo del encanto pasado. El musgo había invadido las piedras, que se desmoronaban creando fantásticas arquitecturas que el tiempo parecía haber mordido con furia.

El caballo se puso nervioso al divisar aquel esqueleto de piedra y Jorge palmeó el cuello del animal para darle ánimo. Observó en derredor, pero no había rastro del dragón. Avanzó hacia el castillo, algunos en el pueblo decían que se guarnecía allí pero el caballero pensaba que no. Al fin y al cabo los dragones siempre preferían atacar a cielo abierto, donde maniobraban con mayor facilidad. Meterse entre los muros de un edificio solo le entorpecería por su enorme envergadura.

Pasó muy cerca de la puerta del castillo, cuyo rastrillo destrozado parecía la boca abierta y desdentada de un pobre moribundo. Incluso el hedor que surgía del interior se asemejaba al de los cadáveres descomponiéndose. Dejó el castillo y avanzó al trote por los monte bajos, donde los arbustos eran mucho más numerosos que los verdaderos árboles.

Sin venir a cuento escuchó un siseo. Jorge, presto, colocó la lanza en ristre e hizo que su montura corriera en derredor. No había rastro del reptil aunque el caballo bufaba nervioso. Estaba cerca, le estaba observando, agazapado para atacar.

El golpe le vino de improviso, algo le sacó con violencia de la montura y le lanzó contra las rocas donde cayó aparatosamente. La lanza salió disparada, el caballo relinchó completamente fuera de sí mismo, corrió al galope unos metros pero una forma enorme apareció en el horizonte, frente al animal. Jorge vio como el dragón llegaba a los veinte pies de altura y sus alas correaceas tenían una envergadura sin igual. El color esmeralda de sus escamas refulgió con la luz del sol, sus colmillos chascaron y el caballo se encabritó antes de que una enorme zarpa con grandes garras le aplastó contra las rocas. Jorge sintió una repugnancia tremenda. La montura había muerto como si hubiera sido una mosca.

El dragón levantó la pata y buscó con sus ojos rojos al caballero, al que le invadía el miedo. La idea de que aquella boca colmada de dientes podía sonreír le pareció espantosa al hombre, pero era así; el reptil sonreía. Abrió la boca, chascó los dientes, se irguió para demostrar toda su enorme estatura y por último, para aún mayor asombro del guerrero, habló:
-¿No sois capaces de aceptar la derrota?

Jorge parpadeó, asombrado, había escuchado historias acerca de los prodigios de aquellos seres míticos y se había enfrentado a dos pequeñas sierpes que habían sido enemigos feroces, de las que guardaba el recuerdo de cicatrices en su carne, pero que nunca habían articulado nada más coherente que un silbido o rugido.

-Vaya, un caballero lento. –Añadió la bestia que parecía divertirse- en vez de tanta espada y violencia deberían poneros algo de inteligencia ¿eh?

Jorge no tuvo ya ninguna duda, el dragón hablaba.
-¡Por la sangre de Cristo! –Juró, levantándose y sacando el enorme mandoble con empuñadura en forma de cruz- ¡Ríndete monstruo! ¡Abandona estas tierras!

Un sonido gutural surgió de la garganta del dragón, se estaba riendo.
-Pequeño humano… Dime ¿Qué mal hago con mi modo de vida? Devoro alguna oveja o vaca cuando aprieta el hambre, pero poco más…

-¡Aterras a los honorables ciudadanos!
-He de reconocer que eso me divierte, sí. –Añadió recogiendo sus alas sobre el cuerpo enteco. No parecía nada dispuesto a atacar, lo que confundió al caballero.
-¡Abandona estas tierras! –repitió Jorge.
-Sois un pesado. Iros u os mataré como a vuestro caballo.
-¡Me acompaña la gracia de Dios! No os temo, bestia.

La zarpa del dragón se irguió, señalando una pila de yelmos abollados y con costras de sangre seca.
-A ellos también les acompañaba.

Un escalofrío recorrió la columna vertebral del caballero. Se planteó huir por un momento, pero su honor se lo impedía, sus principios, su juramento, la esperanza de encontrar la gloria o la muerte. Aferró la empuñadura del arma con fuerza, notaba su peso y dispuso los pies para el ataque, lo que al dragón no le pasó desapercibido. Enseñó los dientes grandes como puñales y chascó la lengua.

-Has elegido la muerte –Gruñó el dragón abriendo las alas de tal manera que levantó una oleada de viento que hizo trastabillar al hombre. El reptil se lanzó sobre él y Jorge, sorprendido por su velocidad, apenas tuvo tiempo de lanzarse sobre la tierra y rodar. Lanzó un corte que sesgó el aire y nada más, la pata del dragón le arrancó el yelmo, que salió disparado contra las rocas quedando incrustado. Trotó, se alejó en la campiña y Jorge, recuperado se lanzó con la espada por detrás, el dragón corrió hacia él con la garra por delante. Jorge adelantó la espada saltando a otro lado en una finta que cortó al dragón en la pata. El reptil aulló y lanzó la enorme boca hacia Jorge, el golpe le empujó entre las rocas y aquella caída le salvó de ser partido en dos por la poderosa mandíbula. Se levantó, el dragón trotó, se alejó, se alzó y aulló hacia el sol del ocaso. Luego con toda su furia se lanzó contra el caballero, sus zarpas fueron rechazadas por el mandoble, que levantó chispas en las duras escamas y corrió hasta quedar debajo de la bestia. Buscó clavar el arma en el abdomen pero su piel se lo impidió. De pronto perdió el equilibrio y la cola del dragón le tiró por tierra, perdió la espada, se encontró perdido, veía pronta la muerte y la pata enorme se apoyo contra él. La bestia le aplastaba, su cabeza enorme frunció los rasgos con desprecio.

-Sois una raza presuntuosa y débil. –dijo con su voz gutural. Aferró al caballero, lo alzó por los aires y lo lanzo hacia el cielo. Jorge sintió encogerse su estómago, alcanzó la altura de una torre de homenaje y cayó por efecto de la gravedad en un instante que se le pareció eterno, se golpeó contra los pastos, rodó y quedó boca arriba consciente, vivo, pero dolorido. Se mantuvo un momento así y al erguirse pudo notar un dolor en el torso agudo y penetrante, sin duda tenía un par de costillas rotas. La armadura se había aboyado en el abdomen y le impedía respirar. Se la quitó, sin más remedio. Había perdido también las protecciones de las piernas y tan solo le quedaba metal en el brazo del arma y en el hombro izquierdo. Sangraba por una pequeña herida en la cabeza. El dragón se elevó en el cielo de pronto, como un ave inmensa y majestuosa. Jorge sabía que aquellos eran sus últimos momentos con vida, corrió al ver el brillo del sol sobre el arma cercana mientras el dragón le perseguía desde el aire, lanzándose como un cometa sobre él, como un halcón que cazaba una liebre. Abrió las fauces, dispuso las garras, ya tenía al caballero a punto cuando este se lanzó al cielo, recogió su arma y se deslizó debajo de él cortándole en el pecho. El reptil se revolvió, golpeó al hombre con las alas, le hirió con la garra en la pierna y le lanzó hacia arriba con otro golpe. El caballero cayó esta vez sobre el propio lomo del dragón, había sujetado el arma por una casualidad del destino, se mantuvo como pudo sobre el animal, que sin previo aviso comenzó a moverse para quitarse a aquel molesto ser de encima. Jorge se aferró al ala se acercó al cuello y en la ondulante superficie del dragón clavó con todas sus fuerzas la espada hasta la cruz.

El alarido de la bestia fue brutal y reverberó en la montaña, quebrando la superficie del lago cercano, llegando incluso a los oídos del conde, al que se le erizó el vello de la nuca. La bestia rodó, herida de muerte, se arrastró por el campo intentando escapar, pero las fuerzas le abandonaban con prisa, la sangre brotaba de la espada. Jorge había caído junto a él, exhausto, sangrante, destrozado. El dragón le miró con tristeza, con debilidad, se tumbó finalmente y observó el cielo.
-Todos seremos olvidados –dijo el dragón jadeando, cerrando los ojos- todos nos olvidarán, todo se perderá… como si las estrellas se apagaran una a una hasta dejar el cielo vacío y negro…

Chascó los dientes, tragó saliva, y exhaló todo el aire de sus pulmones. No volvió a respirar.

Al día siguiente el conde, junto con las gentes del pueblo, encontraron al dragón muerto y frío junto al cadáver del caballero que en su último intento había aferrado una rosa cercana que crecía tan roja como la sangre de los dos combatientes, mezclada en la tierra en una sola sustancia rubí.

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