Los leones de Aratrea

–San Jorge y el Dragón –Dijo a media voz poniendo las gafas por delante–, Rafael. El color y la luz tiene unos matices espectaculares. Fíjese en la piel.

Damián sonrió echándole un ojo por encima.
–Entiende de arte. ¿Es usted pintor?

–Diletante, nada más –Dijo estrechándole la mano–. ¿Cuánto vale semejante joya?
–Una pequeña fortuna. –añadió satisfecho.
–¿Y ese cuadro?
–¡Oh! Anónimo. Lo encontramos hace muy poco en un baúl en Berlín. Lo han titulado “Los leones de Aratrea”
–No lo conozco.
–Sería raro que lo hiciera. Verá, la historia de los leones es muy curiosa. El rey de Aratrea tenía una hija bellísima. Iniaera, de cabellos dorados como el trigo en verano. Vivían felices en la abundancia, en una ciudad que la leyenda le adjudica cien fuentes y doscientos estanques en medio de la estepa africana. Eran tiempos felices hasta que un día el rey se puso muy enfermo y, viendo cerca su final, mandó buscar un esposo para su bella hija de nueve años. Durante treinta días, más de mil jóvenes disputaron la mano de Iniaera sin que ninguno fuese vencedor absoluto a ojos del enfermo rey. En el día treinta y uno, la segunda esposa, que había desaparecido meses atrás, se acercó a la cama del rey y le presentó un bebé varón que, según su palabra, era hijo suyo. El monarca, aunque era muy sabio, lo creyó todo quizá por la enfermedad que le devoraba desde dentro, y decretó que aquel niño heredaría el trono y la corona a su decimoséptimo cumpleaños, pero nunca adquiriría el reino, dejándole este a su bella hija. El rey murió poco después y la segunda mujer montó el cólera al enterarse de la voluntad de su esposo. Aquella niña había quitado el poder absoluto a su retoño y lo peor era que no podía hacer nada, sólo obedecer.

»Pasaron dieciséis años en los que Iniaera se comportó como una verdadera princesa, pese a que el consejo regente fuese quien gobernaba, ella siguió teniendo la última palabra como propietaria de todas las tierras, pueblos y gentes. Sin embargo, el diecisiete cumpleaños de aquel pequeño niño, llamado Kirim, que en nada se parecía al antiguo rey, estaba cerca y lograría edad para gobernar. Había crecido toda su vida bajo el influjo de su protectora madre, que odiaba a Iniaera, y que envenenó los oídos de Kirim desde la cuna con mentiras y rencores. La semana antes de aquel aniversario en el que se produciría la coronación del niño, el consejo regente se reunió en secreto para discutir sobre el futuro, ya que Iniaera era muy amada por todos y no presentaba una gran amenaza a los designios del consejo. La habían mantenido virgen y sin marido hasta entonces y ahora planeaban encontrarle un esposo que figurase junto a ella. Iniaera evitó que Kirim y su madre fuesen asesinados, pues ella no les deseaba mal, sin embargo no pudo ayudarles a escapar del exilio y ambos fueron condenados a vagar por el desierto como mendigos.

»Transcurrieron otros cinco años en los que Iniaera contrajo matrimonio y en los que dio a luz a dos hijos, pero el quinto año estalló la guerra con un pueblo vecino y la debilidad fue aprovechada por grupos rebeldes que asaltaron la ciudad con Kirim a la cabeza. El consejo fue pasado a cuchillo, el heredero a rey fue coronado y a Iniaera y a sus hijos se les echó al circo donde debían ser devorados por los leones.

»El día de los juegos el rey y su madre asistieron en el palco junto con un pueblo compungido por ver a su amada princesa en un cerco condenada a una muerte tan terrible. Iniaera pidió piedad para sus hijos, jurando que de esta manera ella cumpliría la condena y no guardaría ningún tipo de rencor a su hermano, incluso se cortó su larga trenza dorada que parecía de oro puro en la brillante mañana, ofreciéndosela a Kirim como lo único valioso que le quedaba. Éste se sintió conmovido y quería concederle la gracia, pero su madre se negó y gritó para que no lo hiciera. Presionado, el nuevo rey ordenó que salieran los leones. Las fieras surgieron de las celdas, pero no se abalanzaron sobre Iniaera y sus hijos como se hubiera previsto, sino que los ignoraron y saltaron los muros hasta las gradas donde sembraron el pánico entre el publico. El caos que se levantó hizo caer a Kirim de su trono, con tal suerte que se rompió el cuello contra el suelo. Su madre, que intentaba desesperada socorrerlo y devolverle la conciencia, se vio sorprendida por los leones que la mataron con furia.
»Después de aquello, Iniaera adoptó a los dos leones como emblema de Aratrea y gobernó en solitario durante más treinta años, hasta su muerte, cuando le sucedió su hijo mayor.

–Una historia impresionante.
–¿Verdad? –añadió Damián con un suspiro– ¿Ve la escena? Iniaera en la arena cuyo rostro vemos humilde, de perfil, con los ojos cerrados y abrazando a sus hijos, fíjese en la gama fría que les rodea y hace discretos frente a los leones, rojos, a su lado, que ni siquiera la miran. Uno está cerca del público, apunto de saltar, y el otro contempla a la madre de Kirim, que está horrorizada, como si ya tuviera a la fiera encima. No es de un gran formato, pero fíjese en esa luz. Algunos le dan la auditoria a Delacroix por lo difuminado de la atmósfera, la composición, el uso de colores ocres, el gusto árabe y por los animales exóticos… Sin embargo estamos lejos de poder adjudicárselo a tal maestro.

–Sigue siendo exquisita.
–Estoy de acuerdo, caballero. ¿Queréis que os informe del precio?
–No hace falta. He visto el cuadro y he escuchado la historia. Ya sé que está por encima de mis posibilidades. Es una obra maestra –El hombre hizo una pausa–. Sin embargo, dónde está la trenza dorada. Ella tiene el pelo cortado mal pero no veo la famosa trenza de oro.

Damían sonrió.
–¿Ve a Kirim con la mirada triste y baja? Lo que tiene en la mano no es el cetro sino la trenza.

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