Marismas

Color, luz y color. Bashir, tumbado en la arena, con los ojos abiertos y el mar en los oídos. Un temblor cruza el cielo de escasas nubes, forzando a que los velos dorados se desprendan como tela que escurre por un cuerpo desnudo. Bashir distingue amarillos dulces, violetas maravillosos y azules pálidos, invisibles y resplandecientes. Los astros, como luminarias de cristal encendido tienen el grosor de una hoja de papel.
-No era yo -musita Bashir.

El cielo ya no es cielo más, se confunde y deja de ser algo tan concreto. Ahora es color, luz y color. Todo es tan efímero, tan fantástico como las mil y una noches, pero cruzado con el esplendor de los caballos andaluces que corren por la cercana estepa, levantando en el aire olor de prado fresco y hierba mañanera.

Allí está él, bajo ese cielo punteado, ignorando un mundo enorme, contemplando el horizonte ocre, donde vuela el fénix mitológico, donde se baña el largo cisne y un pez casi místico. Algo surge de uno de los lados sin definir, batiendo sus alas lentamente, con cansancio, apenas perceptiblemente, alargando entre uno y otro gesto el espacio de grandes millas, así cruza la mariposa, como si no fuese necesario el movimiento, como si lo hiciera por puro capricho. En su vuelo majestuoso Bashir la admira, va dejando un rastro de color que se mezcla con el azul impoluto, con el ocre, con los dorados y los rojos, también con los violetas. El paso de las alas de la mariposa lo cambia todo y los colores se revuelven en una paleta confusa, creando una extraña brisa por donde pasa que riza los colores con largos tirabuzones blancos.

Y Bashir suspira, amando aquella belleza. Bashir cierra los ojos por un momento y se deja llevar por todo eso que ve y que siente. Aferra la arena caliente con sus manos y, sin pretenderlo, se duerme.

Despierta ya de noche, cuando el negro absoluto ha difuminado el rastro de mariposas o de otras aves, cuando ya tan solo quedan allí arriba los astros de cristal, encendidos pálidamente.

La luna le mira, grande y blanca, lamiendo con su larga lengua plateada las crestas de las olas de fría agua que se retuerce antes de esparcirse sobre las orillas. La tentación que siente Bashir es grande y se deja vencer por ella, se desnuda, se quita incluso la última prenda y camina hundiendo sus pies en la arena fría de la noche. Se sumerge, poco a poco, hasta que cae enteramente en ese helado caldo embrional. Por un momento Bashir se sienta más vivo que nunca y se deja mecer por ese frío embriagador. El agua le lleva de un lado a otro, le maneja como quiere, con afecto, con rudeza, empujándole a veces hacia la playa y otras hacia su interior. “Parece que no se decide a llevarme o no con ella” piensa Bashir. Y la mar, mientras le lame la luna, decide dejarle salir, huir, vivir.

Bashir se aleja, sin buscar su ropa, evitando al mundo como tal, buscando las sensaciones. Camina y llega a las marismas, atravesando puentes de luces rápidas, admirando esa calma eterna de agua estigmatizada y un verdor impropio que se confunde con el ocre de la tierra y el azul de las aguas. A Bashir le engaña su mente porque no existen esos colores en la noche, tan sólo los recuerda de su paso anterior porque la noche todo lo domina a su tonalidad preferida.

Bashir se tiende en algún punto, agotado del mundo, agotado de la música de sus oídos, del mar, de la arena, del cielo; vencido por las mariposas que le rondan en la noche. Mariposas nocturnas que velarán su cuerpo hasta que amanezca el sol y despunten los colores, pero no para Bashir, Bashir duerme y dormirá, pero nadie sabe si en algún momento volverá a despertar.

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