Es uno de esos viejos con andar ni lento ni rápido. Lleva la mano diestra en el bolsillo, la izquierda posada en el cinto, con un cigarrillo entre los dedos a medio acabar, cómo si ese término medio ni empezado ni consumido fuera su estado de gracia, eterno e inmutable. El bigote amarillento por una vida dedicada a ese vicio, el pelo limpio y peinado, casi blanco, y los ojos algo turbios, pero atentos, con una curiosidad simple, que resbala sobre las cosas sin perforarlas. La ropa sin arrugas, pero no recién planchada, en buen estado, pero no nueva.
No tiene prisa. Uno diría que nadie le espera en ningún lugar, que el apartamento donde vive es pequeño y huele a él, tanto como él huele al apartamento, a sus muebles viejos y bien conservados, a sus sábanas lavadas cada veinte días desde hace veinte años, al sofá de las visitas donde nunca nadie viene a sentarse. Pero no hay nada triste en ese hombre, en sus zancadas seguras. La realidad podría ser otra: que no está solo, y en el apartamento también vive su mujer, pero tienen la confianza de muchos años juntos, y ambos disfrutan de paseos solitarios, ella con un perrito sin raza de la correa, y él con sus cigarrillos.

