Sueño con una calle llena de humo, olor a madera, gasolina, sacrificio. Todas las ventanas están cerradas, en sus cristales ya no hay rostros, sólo las huellas de unos dedos titubeantes. No muy lejos, entre dos edificios de piedra blanca, se encuentra el fuego donde crepitan muñecas rotas, libros a medio leer, cuadernos sin estrenar, y carne joven. Lo he visto, he sentido el calor de las llamas transparentes lamiéndome la piel.
Despierto con una cuchillita en mi vientre, fina, tan fina como un papel; es un dolor retorciéndose bajo las sábanas. Las mantas no lo cubren, son pequeñas, muy pequeñas, cuadritos de tela áspera incapaces de guardar calor o consuelo. En la lengua me pica el sabor del metal y tengo las manos llenas de barro caliente. Mis ojos son alfileres, pupilas dilatadas en un espasmo de pesadilla, de sueño lúcido y negro, negro dorado, negro ribeteado de rojo, estallando en perlas de azur y plata, negro blanco.
-Intenta dormir -dice una voz suave. Noto el peso de su caricia sobre mi cabeza y cierro los ojos, cierro mi cuerpo encogiéndolo bajo las sábanas.
Deseo dormir, deseo aliviar este dolor, pero se entretiene dentro de mí, masticando poco a poco, despacio, con deleite. Cuando termine de digerir mis entrañas quizá me convierta en una figurita de porcelana, pálida, fría, hueca. Lo acepto. Me parece bien si desaparece el dolor, si mis manos vuelven a estar limpias. Lo acepto, acepto dejar de ver y de soñar, acepto ser colocado en una repisa junto a otros adornos abandonados al polvo, acepto cualquier cosa. ¿Mi nombre? Lo entrego.
La cuchillita se hunde un poco más, me despierta escalofríos.
Aquella mano ajena ahora es un brazo, es otro cuerpo atrayéndome, rodeándome. Su respiración caliente cae sobre mi nuca una, dos, tres, cuatro, cinco veces. Es una bruma ligera, un zumbido de abejas. El dolor disminuye un poco, muy poco, lo justo para que se diluyan los colores, para descansar en la negrura.
Este dolor debería acabar en un grito, pero no lo hará.

