La casa está vacía

Es una voz surgiendo de mis sueños: la casa -dice-, la casa está vacía.

Yo sé a qué casa se refiere, es aquella amarilla y medio derrumbada, por cuyas ventanas abiertas se asomaba un árbol que había decidido crecer en el interior. La descubrí una mañana de enero, en el bus camino a Madrid, estaba a las afueras de un pueblo, y me llamó la atención como lo hacen habitualmente estas cosas, porque sí, por una simple casualidad. Yo tenía la sensibilidad erizándome la piel, y aquella ruina se cruzó en mi campo visual.

Escribí sobre la casa en algún cuadernito y la olvidé. Pasé por la misma carretera en otras ocasiones y ni siquiera tuve el reflejo de volverme. ¿Por qué habría debido hacerlo? Años después, de vuelta en la misma línea de bus, la recordé, me giré hacia el lugar donde debía estar, y esperé los minutos en que el vehículo fue recorriendo todo el trayecto, pero no la encontré. No había rastro de ella, ni siquiera escombros ni una grúa ni un panel del ayuntamiento anunciando el derrumbe, pero la casa había desaparecido, también el árbol, y desde mi posición sólo pude ver maleza. Ahora, cada vez que paso por ese lugar, me giro hacia allí, como si pudieran reaparecer en cualquier momento aquellas ruinas sin importancia, o quizá esperando la siguiente etapa, la construcción de algún bloque de apartamentos o de un parking.

La casa está vacía.

Si esa es la casa, entonces la voz surge de un lugar antiguo, de un pasado remoto. Cuando yo era pequeño, abría la esfera del gran reloj en casa de mi abuela, y giraba las manecillas hacia atrás y hacia adelante. Jugaba a adelantarme al presente, y volver atrás, mis muñecos tenían la posibilidad de reparar el momento decisivo en que habían perdido sin saberlo. Y si eso es el tiempo, giremos, giremos las manecillas unas décadas.

Hay un gato negro que maúlla cuando siente ojos curiosos espiando su morada, pero nadie le hace caso. Hay un rumor de televisión atrapada en algún bucle automático, huele a polvo, a gato, a sopa de verduras. En el pasillo de la entrada hay un aparador con uno de los cajones torcido en su hueco. Los portarretratos muestran niños que crecieron y nunca vienen de visita. Hay una vieja postal colocada con delicadeza contra el espejo picado, muestra una playa cualquiera, un mar ya gris por el tiempo. El suelo no está sucio ni limpio, alguien ha pasado la escoba, quizá incluso la fregona, pero sin fuerza para arrastrar toda la suciedad. En el salón, los cojines del sofá han perdido toda su espuma, y acomodarse en ellos es imposible. Hay un viejo en su sillón, con los ojos glaucos fijos en la pantalla, y la cabeza muy muy quieta, atento, como si temiera perderse tan solo una de las palabras del concurso. Permanece así hora tras hora, hasta que el gato se cansa y se frota contra sus piernas para llamar la atención. El hombre parpadea por primera vez, baja la cabeza, una cabeza tallada como la de un santo de madera. Se inclina, acaricia al animal, sonríe. Dice algo, pero no podemos entender qué. Se levanta tras varios intentos, y arrastra sus pies hasta la cocina. El cazo de sopa se encuentra sobre el fuego, y lo enciende para calentar los restos. Abre una lata para el gato, y echa el contenido en un cuenco. No intenta agacharse, ambos, hombre y animal, han llegado a un acuerdo. Deja el cuenco sobre una mesa baja, y el felino salta sobre ella para cenar. El viejo mira el reloj, el calendario, el teléfono, el cazo lleno de sopa. Cena sin prisa, frente a la televisión, y deja pasar aún más horas. Cuando siente los ojos secos, apaga el aparato, sube las escaleras lentamente, se acuesta y duerme. Por la mañana, el hombre se asea, se viste, sale por la puerta. El silencio dura horas y horas, el gato maúlla, busca al anciano por toda la casa: en el baño, las habitaciones, la despensa, el salón, la cocina. Pasa toda la noche acurrucado en la cama del viejo, pero él no vuelve. Tres días después alguien abre por fin la puerta, y el gato se lanza hacia el desconocido, que le da de comer, también él visita todos los cuartos de la casa, sin tocar nada, sin prisa. Cuando termina de inspeccionarlo todo, deshace el camino, observa al felino y piensa. Niega varias veces, después abre la puerta, la deja abierta, y se marcha bajando la calle, sin volverse atrás. El animal entra y sale a su antojo, también entran algunos hombres, mujeres, chiquillos, se van llevando las cosas, otros deciden habitar el lugar unos días, unas semanas, unos meses, pero todos terminan yéndose. En invierno nieva por primera vez en años y parte del tejado se hunde. El gato decide abandonar el lugar para siempre. La casa queda vacía, el ayuntamiento clausura las entradas y coloca un cartel de peligro. Pasan los años, un árbol crece donde una vez estuvo el sillón del viejo, y poco a poco habita todas las habitaciones con sus ramas. Un día, un autobús pasa por la carretera cercana, la casa entra en los ojos de un chico y anida en su memoria.

Fotografía de Vaun0815 vía Unsplash

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