Entrada Nº 20: Palabra y dominio

Las calles desiertas de París, un día de lluvia en agosto, el año del coronavirus. Una persona cruza sin mirar, no hay coches, y apenas dos, tres, cuatro personas. Me resguardo bajo el umbral de un edificio con la puerta desportillada, y durante varios minutos me quedo ahí, tranquilo, mirando caer la lluvia.

Pienso en el cuaderno dentro de mi mochila, en la pluma recién cargada de tinta. Ayer lo preparé todo antes de acostarme, como un buen colegial: reservé el día, las horas para pasear por las calles, para encontrar una mesa, un lugar tranquilo.

Trabajo, vida social, amor, la cotidianidad. Ahora me cuesta el singular, me reconozco demasiado en el “nosotros”, he cambiado los gestos elaborados por otros más sencillos, pero la escritura requiere ritual y soledad, requiere una habitación propia, un espacio más allá de los muros, interior, más dentro de toda mirada y toda voz.

Me he vuelto discursivo, demasiado cerca del plato masticado y escupido en la garganta del lector, me he alejado de lo esencial. Lo Esencial, la esencia, el poso que subyace a la cosa, lo absoluto. Tengo las manos blancas y me de vergüenza mirarlas.

Una niñita pasea agarrada de su madre. Lleva una falda larga de colores oscuros, juega a verse los pies con cada paso, mientras chapotea sobre la acera empapada. Parece inocente, pero los niños torturan monstruos con placer de adultos; a mí me gustaría recobrar esa capacidad, e internarme en la noche con un candil y un puñal.

¿Qué carne es esta sin heridas? ¿Por qué no soy una criatura hambrienta y llena de dientes, agazapada en la oscuridad? Arrastro preguntas, eso es un buen comienzo, la búsqueda de la fuente, sangre arriba, hacia las tierras altas, donde palpita el corazón y duele respirar. Palabra y dominio. En los viejos cuentos de hadas están todas las respuestas, el bosque guarda secretos, y de las montañas bajan ojos brillantes de lobo. Necesito aullar, desgarrar algo mío y llegar hasta el hueso, hasta la médula.

He hecho un salto en metro, y ahora lo deshago caminando junto al Sena, apenas cruzo un par de personas en el trayecto donde habitualmente son decenas o incluso unos pocos cientos. Estos placeres de vagabundo en agosto deberían servir para encontrar el rastro perdido, la silueta propia que abandoné sin verdadera consciencia de hacerlo.

Me pregunto, me pregunto realmente, por qué cuando nos levantamos echamos de menos la caída. Nunca había comprendido menos el mundo, nunca me había costado más sentarme ante el papel, ambas cosas deben estar relacionadas. ¿He claudicado? He claudicado, encontré un buen sillón donde recostarme y olvidar, donde cerrar los ojos y sonreír, y beber, y vivir.

Este tiempo es tan espeso, tan inabarcable… Tengo miedo de deshacerme, de volverme dulce, sobre todo temo olvidar el nombre de mis demonios. Necesito escribir, necesito quitarme este polvo de encima, despertar el instinto, el hambre, la sed, pero ¿cómo?

Fotografía de AJ Jean, vía Unsplash

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