«Esto era lo que había en él de singular: que en medio de toda su vida disoluta y de su mucha experiencia en el amor, a pesar de la habitual armonía entre su actitud y su edad, había algunos instantes -pero muy raros ciertamente- en que daba la impresión de una carne casi intacta. La hermosura de sus veintinueve años, tan probada en el placer, había momentos en que paradojalmente recordaba a un adolescente que -con cierta torpeza- al amor por primera vez su cuerpo puro entrega.» Días de 1901 – Constantino Cavafis
Este año han sido los 29 y, aunque no se trata de una cifra redonda en la que intuir un significado, no he podido evitar darle vueltas al poema de Cavafis. ¿Conservo yo esa apariencia intacta, o algo de esa armonía? ¿Conservo al menos una pizca de la inocencia que enuncia el poeta? No encuentro las respuestas en mi reflejo, sólo ruido distorsionado, un eco irritante producido por el paso de los años.
Huyo, otra vez.
Leo Molloy, de Beckett : « Ramener le silence c’est le rôle des objets ». Es decir, atraer el silencio es el cometido de los objetos. Leo en Madrid, en una cafetería que no había pisado en ocho años, no hay hilo musical, apenas hay gente, por las ventanas entra un sol tranquilo desde el jardín donde juegan algunos niños. Sí, los objetos nos inspiran cierto silencio, también los lugares.
Ha sido un mal viaje, sombra negra y jaqueca, pero ahora todo está bien, me siento cómodo aquí, reencontrándome con viejos lugares. Ayer llegué paseando hasta MI librería como quien se olvida de qué iba a hacer y deja a sus pies decidir el camino. Allí pasé muchas, muchísimas tardes con café, amigos, y libros. El lugar me acogió tras la violencia del avión, de la calle atestada que hacía galopar mi jaqueca de una sien a otra.
Somos lo que amamos, las personas, los lugares, los intersticios de tiempo en que el mundo se revela apacible, muy lejos de ese cubil de hienas y chacales donde sobrevivimos mal que bien algunos. Somos. “Somos”, un uso del verbo demasiado fácil para quienes tenemos boca o manos, pues esconde la sombra negra de todos los días, el abismo laberíntico donde caer es perderse. Somos, hombres y monstruos, un genoma caótico de palabras, imágenes y sensaciones. ¿De quién es esta hambre? ¿De quién es esta necesidad? ¿Y por qué? ¿Por qué todo/algo/cualquier cosa? Beckett deshace esa madeja en las páginas de Molloy, que son de carne cosida con tinta negra. Yo recorro estos espacios abandonados años atrás con la felicidad de reencontrarlos. Su persistencia me consuela, me atrae a un silencio lejos de la sombra negra, donde se atenúa el ruido.
Me reconozco.

