Ella se ha arrastrado hasta un rincón de la habitación, llora débilmente debatiéndose entre el miedo y la vergüenza. Él nota sus músculos calientes y tensos, dispuestos a liberarse y acabar con ella. Jadea, aspira el aire y lo expulsa con necesidad. Está observándola, observando su temblor, su vientre.
Un olor animal llena el cuarto.
Aprieta los dientes, intenta salir de la habitación, pero en el umbral se detiene, duda, cierra sus manos formando puños, los nudillos se vuelven blancos, las uñas se le clavan en la palma. Maldice a los dioses, maldice al Sueño por haberle revelado la verdad. Un hilillo de sangre se escurre entre sus dedos y cae sobre las losas.
–No –dice.
Avanza por el corredor, nadie se cruza en su camino, pero sabe que escuchan, espían, quieren saber. Exige la presencia de un hombre, y le espera en el gran salón. La luz del atardecer entra anaranjada por las pequeñas ventanas. Hay vida allí fuera, puede escuchar una carreta, unas risas, unas voces. Si se asomara vería volver a los siervos que cultivan la tierra, a los niños esperando en el quicio de sus casas.
Se sienta en su silla, es grande, tallada con esmero por los mejores artesanos, pero hoy le incomoda. En un impulso se arranca la corona de la cabeza, la estrella contra la pared y el oro se dobla y tintinea sobre el suelo antes de quedar en silencio.
Dédalo aparece, pero no tiene tiempo de reaccionar, el rey se levanta cuando intuye su sombra, en dos zancadas se encuentra junto a él, le aplasta contra el muro y su mano se convierte en una tenaza que oprime su mandíbula. Aprieta su cuerpo desnudo contra el arquitecto. El anciano hacedor está horrorizado, siente el calor de ese cuerpo frenético, huele su sudor, su locura. Comprende rápidamente, el secreto se ha descubierto. No puede respirar, la mano del rey le aprieta, le levanta arrastrándolo por la pared. Va a morir, después de tantos viajes, de huir de tantos hombres y tantas leyes, morirá siendo un pelele de trapo en manos de quien tiene la fuerza. Piensa en su hijo.
Algo titila en las dilatadas pupilas del monarca, es su orgullo. Desiste, relaja su fuerza y deja caer a Dédalo. Se aparta con un alarido que hace callar la carreta y las risas y las conversaciones. Queda el silencio, un silencio largo y lento. Ninguno de los dos hombres se mueve de su lugar. El sol se oculta, y con la penumbra la respiración del rey se calma.
–Construye una fortaleza –dice quien tiene el poder–, de pasillos tan intrincados que ni un demente pueda recorrer.
Su orden es ley. Su palabra se transformará en barro y piedra. Dédalo entiende la vergüenza de donde emana esa orden, cuando vuelve a su taller se burla de ella, y disfruta imaginando con su estilete sobre una tablilla de cera. Ordena talar todo un bosque, desbastar el terreno y levantar los primeros muros. Desde su palacio dos ojos vigilan la construcción, unos labios cuentan el tiempo.
Cuando la criatura nace, su cuna es su prisión y la de su madre.

