Sé que aún caminas por las avenidas de esta ciudad, con tu bufanda a cuadros y tu mirada de espejo. Te ocultas de las visiones de los oráculos y buscas el caballo adecuado para adentrarte en la Nueva Troya. Crees descender de Aquiles, pero sólo eres un Ulises perdido sin Ítaca a la que regresar.
Te he visto de perfil en las calles, en los teatros, entre la gente, haciéndote notar allí donde el foco te dora la piel, donde el coro de aplaudidores oculta la triste realidad de una vida en provincias. Juegas al héroe laureado y sólo llegas a estatua sin pedestal. Eres el valiente más cobarde de un barrio con las puertas abiertas. Aún robas besos y regalas flores marchitas.
Tú no comprendes la sorpresa de los demás al descubrir tu juego, tampoco las grietas que provocan las cinco letras de tu nombre. Todavía hoy me gusta jugar con ese nombre, recordarte en el descampado de nuestra niñez, cuando anochecía y se encendía el neón al otro lado de la carretera. Nos prometía el pecado prohibido y nosotros permanecíamos en silencio hasta el grito de la cena. Así pasaron los años, éramos unos niños enamorados de nuestra pobre compañía, compartiendo confidencias de juguete.
Un día la luz rosa brilló para nosotros, habíamos robado unas cervezas a tu padre y las bebimos con el placer de la primera vez, del acto prohibido. El alcohol nos revolvió las hormonas, nos sentimos valientes, cruzamos la carretera y llegamos hasta la entrada del garito adornado con neón. Un gorila nos echó con insultos al vernos llegar, le respondimos y corrimos muertos de risa, con las retinas abrasadas por el color flúor. Caímos en el descampado y luchamos y rodamos por la tierra. Esa noche nos miramos de cerca, demasiado cerca, a la distancia confusa de un largo beso que nadie había previsto.
Al día siguiente te busqué y ya no estabas. Te hablé y no escuchaste. Te crecieron esos espejos para ocultar el interior de tu cuerpo, de tu cabeza, de tus entrañas. Ahora tus pupilas reflejan esta ciudad y nadie puede entrar en ellas.
Hace poco decidí volver a la casa de mi niñez, visité nuestro descampado y crucé la carretera. Se puede subir a la azotea desde la parte trasera del garito. Allí las vistas abarcan perfectamente el reino de tierra y escombros donde jugamos hasta perder la inocencia. En la reja que sujeta el rótulo, machos anónimos han atado sus condones usados. Me pregunté si nosotros lo habríamos hecho de tener la oportunidad, me pregunté si alguno de ellos te pertenecía. Entonces encendieron el letrero, envolviéndome en su luz pastosa, hermanándome con esos desechos de pasiones salvajes, una inundación incandescente que abrasó el residuo amargo de tu nombre.

