El ángel negro

Vladimir Holan es el ángel negro. Y uno se lo imagina encerrado en su casa, desplegando las enormes alas de plumas negras, plumas de cisne, limpias, brillantes en la semioscuridad de su cuarto.

Holan se inclina sobre un escritorio de madera y escribe  rasgando en ese papel que se acumula por todas partes. Escribe todo lo que se le ocurre, todo, en cualquier estilo. Escribe poesía y frunce el ceño, gruñe y sus alas tiemblan cuando no está de acuerdo con esos versos. Pero Vladimir se levanta, aferrando el papel con la tinta aún fresca y lo lanza a las llamas de la chimenea, donde ve como esa negra mancha se diluye, corre por el papel y luego desaparece. Holan sonríe de placer, sus alas tiemblan de nuevo, abre las plumas gozoso y agita un poco el aire a su alrededor, levantando el polvo y la ceniza.

Lentamente vuelve a su trabajo, recoge las alas antes de sentarse, pero duda. Recuerda el cigarro que se consume en lo alto de una montaña de colillas, lo rescata y aspira el humo, y los pulmones se le encienden. Suspira, aliviado, con la tinta cargada en su pluma. Escribe de corrido, sin detenerse, sin corregir y sus alas se abren cuan grandes son, adquiriendo una enorme envergadura que le dota de esa magnificencia terrible que él representa. Brilla, con el toque de Dios, de un Dios en el que no cree, con el toque diabólico de esa fuerza malvada que late en sus venas y carga de plomo un corazón pesado.

Escribió mucho, escribió grandes volúmenes donde lo recogía todo, lo grande y lo pequeño, pero sólo podemos imaginarlo, porque no queda nada de toda esa obra. Intentémoslo: pensemos en un hombre solitario vagando por un mundo que odia, que no entiende y en el que no es comprendido. Holan debió de crear algún personaje así, un lobo hambriento de trascendencia, apaleado por quienes temen su mundo y se esconden de él. Pero ese mundo también le produce un profundo desprecio, un asco denso, como cieno deslizándose por la garganta. Quizás, por qué no, escribió precisamente sobre un ángel negro, mesías de un salvador exiguo, por supuesto sería ignorando, apedreado por las tropas de Lenin, o aplastado bajo las botas de los nazis, quienes marcarían sus alas con esvásticas al rojo vivo. El ángel del régimen, expuesto en Berlín, disecado, con los ojos vítreos para siempre clavados en el atril.

No. Este espejismo lo destruye el propio Holan irguiéndose, satisfecho, releyendo algunas lineas por encima, apartando la silla de una patada, y lanzando todo a la chimenea sin cuidado. Las páginas volando, esparciéndose por la sala, ardiendo cerca la alfombra. Respira y el humo acre revive el fuego de sus entrañas.

El perfeccionismo de Vladimir devoró a sus personajes, los consumió, los condeno al olvido.

Ahí dejamos a Holan, concentrado en su tarea, exiliado entre sus muros de libertad, ora plegando sus alas ora desplegándolas, con sus plumas palpitantes, su ingenio terrible, su mirada feroz y la mudez de su rostro mientras nos mira directamente sin decirnos nada, expresándolo todo e invitándonos a irnos, a desparecer tras la puerta, dándonos también la bienvenida a su santuario, a su sala particular del infierno, donde siempre arde esa chimenea. Después el ángel negro cierra la puerta y quizá sonría o quizá no.

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